
He leído Cómo acabar con la escritura de las mujeres, de Joanna Russ.
Tres recuerdos aislados:
Hace ya unos cuantos años (unos quince, diría yo), estaba en una charla de un insigne escritor, editor, traductor, etc. (conocido también por cabalgar a media noche y tomar desayunos ciertamente estomagantes). Afirmó de forma rotunda, sin dar espacio a la réplica, que las mujeres eran, por defecto, peores escritoras que los hombres. No quisiera faltar a la verdad, porque tal vez dijo poetas, pero sería aún más escandaloso, ¿verdad? Siendo sus propios poemas tan terriblemente mediocres.
Hoy, gracias a Joanna Russ, tengo un nombre que describe con gran precisión de qué iba aquella afirmación: de mala fe.
Otro recuerdo.
Cuando hice 2.º de bachillerato cogí como optativa Literatura Universal. Fue en los tiempos en los que después no te podías examinar de la asignatura en Selectividad, por lo que había cierta libertad a la hora de impartirla. Estas fueron las lecturas obligatorias:
- Antígona, de Sófocles.
- Othello, de Shakespeare.
- Las penas del joven Werther, de Goethe.
- La metamorfosis, de Kafka.
- Casa de muñecas, de Ibsen.
- El caballero inexistente, de Calvino.

Fue un profesor estupendo. A día de hoy sigo pensando que lo era y que esas lecturas eran geniales. Si intento recordar (hace ya bastantes años) qué otros autores mencionaba se me ocurren: Thomas Mann, Chrétiene de Troyes, James Joyce, Pavese, Molière, Tolstoi, Boccaccio. Seguro que hubo mujeres, aunque no puedo recordarlo y fui la alumna que se llevó la matrícula de honor. Miras la lista atentamente y ves que sí, que había cierta voluntad de diversidad: Grecia, Inglaterra, Alemania, República Checa, Noruega, Italia. Podría haber sido peor, podrían haber sido todos anglosajones. Pero en definitiva, al final de aquel curso había 28 cerebros para los que, en ese momento, literatura universal era igual a literatura europea escrita por hombres blancos. En ese sentido, menos mal que la mayoría nunca atendieron demasiado. Mención especial a Casa de muñecas porque es importante leer sobre asuntos de mujeres.
Un último recuerdo.
Leí Las Sinsombrero, de Tània Balló, el primer libro y el segundo. Mi primera sorpresa, cuando empecé a leer algunas de las cosas que aparecían dentro de estos dos ensayos, fue descubrir que en realidad sí que me gustaba la generación del 27. Que no se me malinterprete, no digo que sea mala, no soy nadie para decir eso, pero antes me aburría. Yo había hecho Estudios Hispánicos. A lo largo de todo un cuatrimestre habíamos analizado uno a uno a todos los poetas de la generación. Sí, a Altolaguirre también. Pero no, no había mujeres. Tampoco las hubo en prosa del barroco porque, en fin, estábamos demasiado ocupados leyendo única y exclusivamente El Quijote como para reparar en la existencia de María de Zayas. «En el XIX sí que sí» diréis. Pero no, tampoco, Juan Valera, Pérez Galdós y Clarín no dejaban espacio para nadie más. Un poco antes estaba el duque de Rivas, por todos conocido como un grandísimo literato.
Los tres recuerdos están plagados de hombres que han dedicado su vida entera a estudiar literatura. He ido a hacer una comprobación en las guías docentes de mi antigua universidad; en las que se pueden ver las lecturas obligatorias la cosa sigue igual con la honrosa excepción (que ya se daba en mis tiempos) de la literatura hispanoamericana.
No tengo mucho más que decir, Russ lo hace mejor que yo:
«No obstante, dudo mucho de que cualquiera que se comporte de ese modo ignore por completo que algo no va bien. Tomar decisiones sin pensar que se están tomando, sentir vagamente que disfrutamos de ventajas sin intentar se conscientes de cuáles son esas ventajas (y de quiénes no disfrutan de ellas), aceptar creencias solo porque son lo habitual y lo cómodo, convencernos activamente de que nuestros pensamientos tradicionales son pensamientos morales, saber que no sabemos, preferir no saber, defender nuestra posición social con una pasión medio sincera y medio egoísta, este grandioso y confuso tipo de ingenuidad humana es lo que Jean-Paul Sartre denomina mala fe. Cuando se ponen de manifiesto, las técnicas empleadas para mantener la mala fe resultan moralmente atroces y terriblemente estúpidas. Esto se debe a que son moralmente atroces y terriblemente estúpidas. Pero esto solo se ve cuando se ponen de manifiesto, esto es, cuando nos hacemos conscientes de ellas.
[…]
La ignorancia no es mala fe. Pero perseverar en la ignorancia sí que lo es, desde «Estoy demasiado cansado y no quiero ponerme a pensar sobre ello», pasando por «Interfiere en mi visión del mundo así que no quiero pensar sobre ello», hasta llegar a «Interfiere en mi visión del mundo, que es la única posible y la que lo engloba todo, por lo que no necesito pensar sobre ello». El desconcierto de algunos académicos y escritores es honesto; algunas opiniones acerca de la experiencia de las mujeres resultan verdaderamente agresivas, como aquella de un joven profesor que conocí en un cóctel en 1970, quien, al enterarse de que yo enseñaba Jane Eyre en mis clases, exclamó: «¡Qué libro tan malo» Son solo un puñado de fantasías eróticas femeninas», como si las fantasías eróticas femeninas fueran de por sí lo más bajo a lo que podía caer la literatura. Él fue hostil; el agobiado jefe de departamento que reaccionó diciendo «No sabia que te interesaba la literatura menor de la época victoriana» fue simplemente irreflexivo. Ambos actuaron de mala fe».